29.8.19

TIEMPO DE CAMBIOS

Por Héctor Corti

     Frente al espejo ensayaba una y otra vez. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se hizo el nudo de la corbata. Demasiado ancho. Demasiado fino. Acertar para que las dos tiras le queden del mismo largo. Ya no tenía la práctica. Las remeras, jeans y zapatillas fueron el uniforme que utilizó por diez años para ir a un trabajo que no exigía presencia, sino que apreciaba su capacidad como ingeniero electrónico. Tiempo feliz en el que disfrutaba de lo que hacía, de la relación con sus compañeros, de utilizar sus conocimientos, de actualizarse, de la libertad para decidir, de un sueldo tan holgado como la vida que llevaba.     
     Pero todo tiene un final. Y el suyo llegó de la mano de un cartero, que le entregó el telegrama de despido ratificando el cierre de la empresa. Al principio no se preocupó demasiado. Siempre le buscaba el lado positivo a las cosas. Lo tomó como la posibilidad para un cambio. La oportunidad para no estancarse y seguir creciendo. Apenas tenía 33 años, la edad ideal para un profesional con experiencia. Y se dijo que no le iban a faltar las propuestas.
     Sin embargo, cuando la red de contactos se agotó como los dólares que tenía ahorrados, experimentó la sensación de intranquilidad. Su omnipotente autoestima comenzó a resquebrajarse. Tomó conciencia de que las cosas no andaban bien en el país. La crisis económica influía para que las empresas cerraran y el trabajo faltara cada vez más. El tema nunca le había preocupado. Era de los que decía que de política no entendía nada. Hasta se enorgullecía en eso de no meterse. Y agregaba con una sonrisa que tampoco le interesaba. Sin una familia que mantener ni responsabilidades que asumir más allá de sus gastos, su vida transitaba por el microclima de los que tienen pocas preocupaciones y muchas cosas resueltas. Pero ahora había un cambio profundo. Un retroceso marcado. Todo era distinto y para mal.
     Frente al espejo luchaba por hacerse el nudo de la corbata. Un traje de corte tradicional que tenía años, pero de impecable estado por su desuso, lo esperaba planchado sobre el sommier. No lo quería pensar, pero lo sentía. Corría por el cuerpo mezclado con su sangre. Esta vez había cedido a su convicción: no solo debía demostrar todo lo que sabía, también tenía que cuidar su presencia. Aparentar. Ser y parecer. Le dolía afrontar esa situación, aunque prefería no reconocerlo. No quedaba otra. La recomendación de quien le consiguió la entrevista fue tajante. Si no se vestía así, ni podía cruzar la puerta de aquella empresa.
     Enfundado en su uniforme de desempleado y con el prolijo currículum encarpetado, atendió otra de las recomendaciones que le habían hecho. Llegó a las once menos cinco, cinco minutos antes de la hora estipulada. Se acercó al escritorio donde estaba la recepcionista, tan artificial como el ambiente que la rodeaba. Todo parecía salido de una ficticia perfección. Ella ni siquiera lo miró. Verificó en la computadora. Y sin levantar la vista, con un fingido tono de amabilidad, le dijo que fuera a la sala de espera. Se sentó en uno de los cómodos mullidos sillones. Estaba incómodo. No le gustaba fingir. Sentía que representaba un papel que no le quedaba bien. Trataba de tranquilizarse. Contener el estallido de la impaciencia que aumentaba con el paso del tiempo. No aparecía nadie. Y la recepcionista seguía ahí, impasible. Como si fuera un adorno. Después de media hora lo llamaron por su apellido. Fue justo en el momento en el que se preguntaba si la puntualidad era una exigencia sólo para los desempleados necesitados de trabajar. No alcanzó a responderse, pero intuyó lo que se contestaría.
     Lo recibió un hombre de no más de 35 años, casi como él. Estaba enfundado en un traje de corte tradicional, casi como el de él. El otro tenía aspecto de aspirante a CEO al que le faltaban varias materias. Él era ingeniero electrónico. Con amargura, se dio cuenta que quien lo atendía era de tercera o cuarta línea en el área de Recursos Humanos. Se preguntó si tendría título. Si estaría suficientemente capacitado. Y se sintió herido en su autoestima ya lastimada.
     Apenas si se levantó de su sillón detrás del escritorio, le dio la mano liviana y fría, le señaló que se sentara y le pidió el currículum con un ademán. Mientras lo ojeaba con poco interés le empezó a recitar, con una voz monótona, un discurso demasiado estudiado e impersonal sobre la empresa y su gama de virtudes y oportunidades para quienes forman parte de la gran familia de asociados. Solamente levantó la vista y lo miró a los ojos cuando enfatizó lo que buscaban. Necesitaban amabilidad en la atención y responsabilidad en la verificación y el control para evitar cualquier problema. Al intentar hablar de su experiencia y sus conocimientos en electrónica, lo interrumpió con un gesto casi imperativo. Y le volvió a remarcar: amabilidad y responsabilidad. Como si no lo hubiera entendido. La entrevista pasó de fría a tensa. Entonces, supuestamente para descomprimir, volvió a mirarlo. Y por primera vez esbozó una caricatura de sonrisa. Se paró e hizo un gesto para que lo imitara, dio la vuelta al escritorio, lo tomó del brazo, lo acompañó hasta la puerta y como despedida, le repitió: amabilidad y responsabilidad.
     A la semana, otra voz impersonal, del otro lado del teléfono, le comunicó que habían aceptado su solicitud. Y para formalizar su ingreso debía realizar el estudio médico preocupacional. Hizo una pausa, dejó las instrucciones y le aclaró que también se lo enviarían a su casilla de correo electrónico.
     El primer día todavía, con resignación, le seguían resonando las dos palabras. Ya las sentía como la clave capaz de abrir las puertas del reino laboral: amabilidad y responsabilidad. Lo que más lo entusiasmaba de su nuevo trabajo era que tampoco ahí debería ir de saco y corbata. Tendría que usar el uniforme que le daban. No estaba acostumbrado, pero a esa altura de las circunstancias no tenía importancia. Le indicaron el lugar que ocuparía y le presentaron a los compañeros. Esta vez no habría nadie a su mando y sí un supervisor a quién responder. A los cinco minutos le acercaron un remito. Fue al depósito, buscó la caja y la llevó al mostrador. La abrió. Se fijó que todo estuviera en orden. Repasó uno a uno los componentes para que no quedaran dudas. Hizo una breve explicación del funcionamiento. Se la dio al cliente con una amable sonrisa, triste. Y selló la factura con firmeza: entregado.