9.6.24

JURAMENTO


Por Héctor Corti


    Sabés lo que es estar metido en una trinchera media inundada durante más de un día. Tener la ropa empapada con varios grados bajo de cero. Sentir las bombas cada vez más cerca. Y encima de todo eso, estar cagados de hambres. Lo que te puedas imaginar es poco. Así estábamos con Julio, Javier, Claudio y Ramón. Por eso nos habíamos jurado que el primero que lo tuviera en la mira, le metería un tiro y le volaría la cabeza al hijo de mil putas del teniente Elpido Ledesma.

    A esa altura estábamos jugados. Ninguno lo decía en vos alta, pero no sabíamos si volveríamos de Malvinas. Por eso no nos importaba las consecuencias. Solo pensábamos en cómo nos podíamos proteger entre nosotros y cumplir con el pacto. Pero, ojo, no éramos unos loquitos. Ellos personificaban lo peor de la dictadura. Habíamos visto como Ledesma ordenaba y el sargento Esteban Lezcano ejecutaba todo tipo de torturas. Sentimos la impotencia de ver a demasiados soldados estaqueados, bailados desnudos en el barro y la nieve, enviados a caminar por zonas minadas. Y alguna vez, también nos tocó a nosotros. ¿Querés saber los motivos? La mayoría fue cuando nos agarraban robando la comida que casi nunca llegaba. Te cuento como se distribuía. Seguía la cadena de mando. Los oficiales comían bien, los suboficiales un poco menos, pero se llenaban. Y a los soldados, con suerte, nos quedaba los restos y la basura.


Julio Rivero era un maestro entrerriano muy querido entre sus alumnos de una escuela rural. Contaba con orgullo que su tatarabuelo Antonio, fue aquel gaucho que encabezó una revuelta cuando invadieron las Malvinas, que bajaron la bandera inglesa e izaron la argentina y resistieron hasta donde pudieron la defensa de las islas. Por eso, en la mañana del 2 de abril de 1982, apenas escuchó en la radio que se había recuperado el territorio patrio, no dudó en presentarse como voluntario. Sintió que ahora le tocaba a él seguir con aquel legado de su propia sangre.


    En Comodoro Rivadavia, donde se concentraban las tropas para ir a Malvinas, ninguno de nosotros había tomado conciencia de lo que era la guerra. Éramos todos reclutas, como nos llamaban los milicos, que apenas si habíamos tenido un mes de instrucción. El único que había hecho el servicio militar y pidió reincorporarse era Julio. Te das cuenta ¿no?, nos mandaban a las islas y apenas si sabíamos cargar un fusil. Pero igual para nosotros era todo fiesta. Incluso cuando nos subieron a un Hércules después de un patriótico discurso de despedida.


    Apenas llegamos y casi sin tiempo a nada, Ledesma y Lezcano nos dieron la bienvenida. Fue un anticipo de la pesadilla que nos esperaba. Como si estuviéramos en plena instrucción, nos pegaron un baile de más de media hora en el barro con cuerpo a tierra, salta de rana y paso vivo. Ni siquiera nos dejarnos sacar la mochila. El final fue cuando nos mandaron hacia un galpón y a Ramón, que iba último, le pegaron un culatazo con el fusil en medio de las costillas.


Ramón Rosas era el único porteño del grupo. Apenas lo llevaron al 3 de Infantería de La Tablada lo tomaron de punto por sus casi 130 kilos que le dificultaban cualquier movimiento con cierta agilidad. Y sus días en aquel regimiento se convirtieron en un infierno mayor cuando se enteraron que era estudiantes de Filosofía. A partir de ahí, al “zurdito” le dieron todas las guardias posibles en los peores horarios y fue el primero en ser elegido, a la hora de armar el grupo de avanzada para desembarcar a Malvinas. “Y no nos haga quedar mal, inútil”, le gritaron antes de subirlo al camión.


    Cuando nos dividieron en pelotones o “grupos operativos” como le dicen los milicos, quedé con Javier, Claudio, Julio y Ramón. No se molestaron demasiado en explicarnos en que situación estábamos. Sólo nos gritaban que nuestra obligación era defender a la patria y que se iban a encargar que lo cumpliéramos “por las malas o por las peores”. Ahí nos quedó claro quién era el enemigo.


    La primera orden que recibimos fue ir a cavar trincheras. Todo era a trabajo forzado. Nos trataban como esclavos. Pasaban a controlarnos y si no avanzábamos lo que ellos creían, el que ligaba una patada o un culetazo era Ramón, porque ya lo habían agarrado de punto. No te podés imaginar la bronca y la indignación que acumulábamos. Cuando empezó a llover y el frío apretaba, no aparecieron más. Nos dejaron ahí toda la noche. Estábamos empapados, embarrados, helados. Y sin comer ni tomar nada. Al otro día nos mandaron a reemplazar por otro pelotón. Cuando llegamos al galpón, nos dieron un caldo que parecía agua sucia y un pedazo de carne mas dura que una suela y que seguro era la sobra de varios días atrás.


Javier Fernández era cordobés. Nació en Villa María, era hijo de un reconocido comerciante de la zona. Su condición social le permitió recibir una sólida educación, hablar con fluidez en inglés, prepararse para ingresar a la universidad para estudiar ingeniería agraria y practicar deportes, por lo que tenía un envidiable estado atlético. Pero además armó con unos amigos un grupo solidario dedicado a ayudar a quienes la pasaban mal. En una de esas actividades conoció a Claudio.


    Cuando todavía los ingleses estaban lejos de nuestra posición, pasábamos las horas hablando de nuestras cosas. Fue ahí cuando Julio nos contó parte de la historia de su tatarabuelo, el gaucho Rivero. Supimos que fue a trabajar a Malvinas a una estancia que era del gobernador Luis Vernet. Que Vernet se borró apenas hubo un desembarco inglés. Que para cuidar sus intereses dejó todo al mando de un capataz y un mayordomo. Que les empezaron a pagar a la peonada con vales que no los recibían en la proveeduría y que le prohibieron carnear algún animal para poder comer. Todo hasta que se cansaron, se revelaron, mataron a los explotadores Brisbane, Simón, Dickson y Ventura Paso, tomaron la comandancia, bajaron la bandera inglesa, izaron la argentina y aguantaron como pudieron mas de cinco meses hasta que llegaron los refuerzos británicos y los agarraron como prisioneros.


    Esa noche éramos nosotros los que no podíamos más del hambre. Fue Julio el que salió de la zanja para ir a robar comida a una despensa que tenían Ledesma y Lezcano. Pero lo agarraron y el castigo fue el estaqueo. Al otro día, cuando nos mandaron el reemplazo, nos llevaron hasta donde estaba él. Todavía lo tenían tirado en el piso en forma de cruz, con las manos y los pies atados. Estaba casi azul por el frío de la noche. Ahí nos bailarnos alrededor de Julio “para que aprendamos”. Después nos ordenaron desatarlo y llevarlo. Estaba duro. Casi no se podía mover. Si hubiera pasado un rato más, se moría.


Claudio Baez también nació en Villa María pero con una realidad totalmente distinta a la de Javier. Huérfano de padre, con su madre enferma y sin hermanos, nunca pudo estudiar. Era casi analfabeto porque desde muy chico tuvo que trabajar en el campo por migajas para subsistir en medio de la indigencia. Su vida casi no tuvo momentos buenos salvo el día que se cruzó con Javier, quien además de ayudarlo comenzó a compartir una amistad que superó la barrera de las diferencias sociales y que se extendió hasta el final en Malvinas.


    A Ledesma y Lezcano no les importaba nada. Aplicaban la tortura para cualquier cosa que ellos entendieran o le dieran la categoría de “falta”. “Así van a aprender lo que es la disciplina y el respeto a los superiores”, gritaban para que todos escucharan. Eran verdaderos representantes de una dictadura sangrienta que se quiso blanquear con la recuperación de Malvinas.


    El día de la tragedia el estaqueado fue Claudio . Pese a que el avance de los ingleses ya parecía incontenible, usaron como excusa que supuestamente estaba dormido en el puesto de guardia que le habían asignado.


    Al rato, cuando el cañoneo a la distancia le dio paso al sonido de los aviones que se acercaban para descargar sobre nosotros sus ráfagas de metralla y su cargamento de bombas, Javier salió desesperado de la zanja y corrió para liberar a su amigo. Llegó, pero fue tarde. De nuestra posición solo pudimos ver un estallido a pocos metros de donde estaban.


    Ese primer ataque provocó pánico en nuestra línea. Había un gran desconcierto entre los soldados, que buscaban desesperados como salvarse de lo que ya parecía como una muerte segura. Todo presagiaba el final. Te confieso que yo sentí miedo como nunca antes. Muy cerca a nosotros, Ledesma gritaba alguna orden que no se entendía.


    Todo pasó muy rápido. Ramón lo vio y no le importó nada más. Salió de la trinchera. Tenía el odio inyectado en sus ojos. Julio lo siguió pero no pudo detenerlo. Avanzó a descubierta y cuando lo tuvo en la mira, su juramento apretó el gatillo del fusil. Falló. La bala le rozó el hombro. Fuera de sí, siguió caminando hacia Ledesma para terminar lo que había empezado. De atrás, Julio logró tirar sus 130 kilos al piso. Y lo pudo salvar. Lo que Julio no pudo impedir fue que el disparo de Lezcano impactara sobre su cuerpo. La bala le entró por la espalda y salió por el pecho.


    En medio del caos y sin una orden que organizara una retirada segura, los primeros en escaparon fueron Lezcano y Ledesma. No les importó nada. Abandonaron a la tropa a su suerte. Ramón volvió sobre el cuerpo de Julio. No había nada que hacer. Todo había terminado. Él también quedó en Malvinas.


    Me costó mucho sacar todo esto de adentro. Pero ahora que pude, me gustaría que me ayudes a que se sepa la verdad. Que muchos soldados que fueron a defender a la patria tuvieron como enemigos a militares de en nuestra propia filas. Seguro que no fueron todos. Pero ninguno de esos todavía recibieron un castigo. En Malvinas quedaron Javier Fernández, Claudio Baez y Julio Rivero. En Malvinas quedó Ramón Rosas, quien honró un juramento hasta el final.


PD: Los hechos y los personajes son producto de la imaginación de la autor, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia .

PD1: Muchas veces la realidad supera a la ficción, quizá este sea uno de esos casos.