Por Héctor Corti
Iluminado por la bombita de 40 del velador, Sergio hacía cuentas y más cuentas con la calculadora del celular, cuyos resultados los iba volcando en varias hojas con una prolijidad inhabitual. En el poco espacio que quedaba en la mesa, no demasiado grande, se amontonaban recortes de diarios y revistas que se repartian entre la corrida del dólar, el índice de inflación mensual récord del 8,4 por ciento, la incapacidad del gobierno peronista para controlarla, la Bullrich proponiendo una reforma laboral, la eliminación de las indemnizaciones y reducir el gasto , y Milei, a quien pensaba votar, hablando de la dolarización de la economía y la eliminación de los planes sociales, porque todos tenían que trabajar y ganarse la plata.
Sin poder volverse a dormir, Marisa se levantó, preparó un mate y se lo acercó como prenda de paz, al menos por un rato. Sergio no registró su presencia. Seguía concentrado en los números. Hacía cuentas y revisaba. Volvía a hacerlas. Anotaba y se decía a sí mismo que si ajustaba acá podía aumentar allá. Y lo volcaba al papel. Después reflexionaba. Y decía que no. Que estaba equivocado. Que mejor era invertir en eso. Y señalaba en la lista que tenía en la otra hoja. Se entusiasmaba por la decisión. Era mercadería que se vendía más fácil y enseguida se convertía en plata. Así conseguiría un margen para reinvertir y tomar algo de la ganancia.
Ella lo miró con ternura. No recordaba cuándo fue la última vez que lo había hecho. Pasó demasiado tiempo, se dijo en silencio. Pensó que era casi un milagro que siguieran juntos. Se preguntó cuánto quedaba de aquél amor que alguna vez se tuvieron. Muy poco, resonó en su interior. Y cómo fue que llegaron hasta aquí pese al desgaste. Porque se necesitaban mutuamente para sobrevivir. Estaban convencidos que todo se les haría más difícil estando separados. Sobre todo para mantener la decisión común de no volver a la casa de sus padres. Eso los fortaleció para seguir surfeando el oleaje de las sucesivas crisis, aunque fuera en un mar no demasiado verdadero.
Nunca fueron ricos, pero tampoco pobres. Desde antes de ir a vivir juntos, ya integraban esa clase media que pretende mirar desde arriba y desprecia el sentimiento de ser trabajadora, aunque viva de un salario. Ellos dependían de sus sueldos. Y eso no era poco. Se dieron cuenta cuando primero ella, y a los pocos meses él, se quedaron sin trabajo porque las empresas no resistieron a la recesión económica del macrismo.
Las peleas empezaron por cuestiones económicas. Fue cuando después de invertir una parte de la indemnización en un emprendimiento ideado por Sergio para sobrevivir, el resto de la plata se les fue terminando al mismo ritmo que se les acumularon las deudas. Pero también por tener miradas diferentes de lo que sucedía alrededor. Marisa estaba furiosa con sus expatrones porque decidieron dejar de producir, echar a todos y empezar a importar lo que vendían. Y se ponía mucho más furiosa cuando Sergio los justificaba y decía que habían tomado una decisión inteligente. Ante la indignación de ella sobre semejante planteo, el elevaba la apuesta sosteniendo que el mundo era de los audaces. Y que la mejor salida era convertirse en emprendedor, generarse los propios recursos y trabajar de sol a sol, no como esos vagos que viven de los planes.
Marisa lo miró trabajar y lo elogió. Le dijo que cuando estaba así de concentrado, haciendo cuentas y proyectando en voz alta, parecía un empresarios. Sergio levantó la cabeza y con los ojos rojizos que denotaban las horas que llevaba metido en los cálculos, asintió, se autodefinió como un empresario emprendedor, y con entusiasmo empezó a contarle.
Arrancó explicando que toda crisis es una oportunidad. Y con lo profunda y complicada que está la de Argentina, es ahora o nunca. Le dijo que lo había estudiado todo muy minuciosamente. Que había revisado los cálculos como diez veces y hablado con todos los proveedores. Y que recibió el apoyo de la mayoría, que le darían algo de crédito. Sergio planteó que este era el momento de crecer, de ampliar el negocio, abrir una sucursal. Que eso les dará la posibilidad de aumentar los clientes y mejorar las ventas. Pero que necesitaba de la ayuda de ella para atender.
Marisa frunció la cara y cuando le iba a contestar, Sergio se apuró en aclararle, sin perder el entusiasmo, que por el momento solo sería una parte de la mañana. De las 6 hasta las 10, como para probar, le explicó. Que después de ese horario ella podría acomodar el resto de sus trabajos. Remarcó que estaba seguro que todo iría bien. Que en poco tiempo tendrían que pensar en ampliarlo y hasta tomar un empleado. Pero ahí se detuvo, se tomó unos segundos para pensarlo, y aclaró que sería en negro, porque en este país el costo laboral es muy alto y no estamos en condiciones de pagarlo.
Ella no podía creer lo que estaba escuchando, pero de nuevo se contuvo en contestarle. Pensó que a lo mejor tenía razón. Si lo ayudaba y le quedaba tiempo para seguir haciendo los trabajos de limpieza, en una de esas podían juntar la plata para pagar el alquiler.
Al día siguiente a las seis de la mañana, Marisa estaba al frente del quiosquito ambulante montado a la entrada de la estación Ramos Mejía del tren Sarmiento. Sergio se instaló con las cajas que llevaba la otra parte de pastillas, alfajores, galletitas, chipá, termos de café y pañuelos descartables en el cruce peatonal, así agarraba también a las personas que iban a tomar los colectivos.