27.2.11

LA SOCIEDAD DE CONSUMO Y EL NEGOCIO DEL DELITO

De 1976 a nuestros días se sucedieron tres décadas y media de experimentación neoliberal. El rasgo más significativo y que hoy perdura es la expulsión del mercado laboral de millones de trabajadores. Ellos y su descendencia quedaron excluidos del sistema de consumo y debieron refugiarse en estrategias de subsistencia para poder malvivir durante décadas.

(Por Jorge Muracciole).- Hace décadas, cuando el capitalismo era eminentemente de producción, millones de asalariados podían estar de acuerdo o no con su ideario, pero sus disidencias o acuerdos lo hacían desde la certeza de su ubicación en el aparato productivo, con un trabajo bajo relación de dependencia con seguridad social y con la certidumbre de una trayectoria laboral enmarcada en los paradigmas del progreso social.

Con posterioridad a la crisis de los setenta, el llamado círculo virtuoso de producción y consumo se agotó, y los principales perjudicados terminaron siendo los de siempre en la larga historia de las crisis cíclicas. Esta debacle de la salida keynesiana dejó el campo propicio para las viejas ideas del neoliberalismo, que se presentaron a mediados de los setenta como la medicina recomendada para la recomposición de la tasa de beneficios de las empresas en quebranto.

Fueron épocas de desregulaciones, privatizaciones y flexibilización del mercado de trabajo. Del ideal del pleno empleo en los países centrales se pasó a la desocupación estructural. Los efectos de la crisis fueron aún más profundos en las economías periféricas. En países como el nuestro, la crisis vino de la mano de la dictadura más cruenta de nuestra historia moderna, siendo la teoría de los Chicago Boys la propuesta implementada por los gobiernos dictatoriales y constituyéndose el ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz en el ejecutor del integrismo neoliberal, convirtiendo a nuestra economía en banco de prueba de los sectores financieros, la apertura económica y la desindustrialización.

De 1976 a nuestros días se sucedieron tres décadas y media de experimentación neoliberal. El rasgo más significativo y que hoy perdura es la expulsión del mercado laboral de millones de trabajadores. Ellos y su descendencia quedaron excluidos del sistema de consumo y debieron refugiarse en estrategias de subsistencia para poder malvivir durante décadas. La instauración del estado de derecho no pudo, en más de veinticinco años, resolver en favor de los excluidos y los trabajadores precarizados, los pisos significativos de desocupación estructural, ni las carencias vivenciales en materia de hábitat, educación, salud, que siguen definiéndose como las asignaturas pendientes de las democracias.

Minimizar esta realidad que tuvo picos extremos en las crisis recurrentes del 87/89 y que se agudizó con la destrucción del aparato productivo, la desindustrializacion y la exclusión de millones de argentinos en el plan de convertibilidad, y su posterior implosión en las jornadas de diciembre de 2001, agravó aún más la situación de los más vulnerables. Con la devaluación mediante, los principales perjudicados fueron los amplios sectores que viven de su salario y más aún aquellos que subsisten con changas o inventando día tras día su sobrevivencia. Cada punto de inflación habido en estas décadas incluye a más de cien mil habitantes bajo la línea de pobreza.

Esta mala vida se ha convertido en crónica, y en cientos de miles de familias ya ha atravesado la trayectoria vivencial de tres generaciones. Ponerse en la piel de estos condenados de la sociedad contemporánea, aunque sea por un instante, nos permitirá entender la magnitud de la hipoteca social que pesa sobre nuestro sistema de vida, y la violencia cotidiana que sufren. Paralelamente, este fenómeno desgarrador que aborta centenares de vidas inocentes por el solo hecho de haber nacido en un lugar azarosamente incorrecto, marca a fuego la existencia, la trayectoria vivencial y el futuro de los pobres.

Paralelamente a este fracaso como sociedad, el mundo del consumo para los que pertenecemos sigue desarrollándose en una magnitud sin precedentes en comparación con décadas anteriores. La invasión publicitaria y el establecimiento de pautas que ligan “el ser al tener” ya no sólo incursionan en los hábitos de los mayores sino que están prioritariamente direccionados al sector juvenil, adolescente y últimamente a la franja infantil. La pantalla chica que llega a los hogares indiscriminadamente, más allá de su poder adquisitivo, marca a fuego que únicamente consumiendo tal coche, o poseyendo tal celular, o calzando tales zapatillas se puede pertenecer al mundo de los elegidos.

Ese combo esquizoide de necesidades insatisfechas y realizaciones imposibles poco ayuda a la postergación de los deseos fallidos de consumo. Y el malestar vivencial, sumado a la falta de perspectivas en el mundo laboral, los instala a una multitud de jóvenes y no tan jóvenes al borde del abismo. Entre el sinsentido y el realismo mágico publicitario, tomar atajos no es tan irracional ni exótico, es una de las pocas posibilidades de los que se constituirán en carne de cañón delincuencial. Y la violencia salpica a todos, como la cara siniestra de un sistema de cosas, se instala en la sociedad que clama por una solución ya y la mano dura se presenta como el atajo ideal, dándole la espalda a cualquier esfuerzo analítico al porqué de la violencia delictiva.

La mayoría de las veces, cuando los robos se transforman en industria, o se sistematizan, es que se han organizado mercados y redes para los bienes robados. Tendríamos que preguntarnos si la mano invisible del mercado por sí sola no puede llevarnos a un incremento exponencial de los delitos más diversos. El negocio capitalista del narcotráfico, la prostitución y la trata de blanca son negocios con altas tasas de beneficios, cuyos ideólogos raramente caen tras las rejas; la mano ejecutora se hunde en las barriadas y se esconde detrás de los desconocidos de siempre, los que exponen sus cuerpos en el negocio de los otros, como material descartable del delito.

En las últimas semanas dos casos, uno en Wilde y otro en Derqui, saturaron la demanda de seguridad. Los dos casos fueron ejecuciones que tuvieron como móvil el robo del vehículo, de jóvenes mujeres. Se calcula, según los expertos, que se superan los dos centenares de sustracciones de vehículos por día en el país.

Los desarmaderos legales y clandestinos son el destino más seguro del desguace del rodado; con esta aseveración no decimos nada nuevo. Pero sería bueno preguntarse si además de preocuparse por la baja en la edad de imputabilidad, la hemorragia delictiva –por lo menos en el robo de automotores– no puede reducirse drásticamente con un control sistemático y permanente realizado por las fuerzas de seguridad sobre dichos establecimientos.

El fenómeno delincuencial como todo hecho social es extremadamente complejo. No tiene como los fenómenos físicos una causa y un efecto, poder discernir las múltiples causas del mismo en una coyuntura particular y desentrañar el encadenamiento de actores e intereses que originan y constituyen el fenómeno es un desafío transdisciplinario.

Seguir obstinadamente queriendo solucionarlo con el remedio jurídico represivo es una falacia con un alto costo social. No se trata de subir la dosis del fallido remedio, en una suerte de carrera punitivo-represiva, se trata de extirpar las verdaderas y múltiples causas del grave problema, que desvela a la sociedad toda.

Fuente: Nos Comunicamos