Bajo esa premisa Daniel Buira empezó a darle forma a la escuela popular de percusión que desde hace 16 años rescata del olvido a ritmos americanos. De los pagos de El Palomar, la agrupación pasó a desparramar esa idea en seis sedes distribuidas por todo el Gran Buenos Aires para transformarse en referente de la escena musical nacional. Con la experiencia a cuestas, en una charla a fondo el percusionista habla sobre “la realidad” de la música popular y dispara contra ‘El carnaval del país’: “Es el único carnaval no democrático”.
(Por Pablo Tallón).- La rebelión es, según la convención lingüística, un poco más, un poco menos, la acción y el efecto de oponer resistencia. Tal vez, eso es lo que estén haciendo, inconscientemente, los hermanos Graciela y Daniel Buira junto a La Chilinga, la escuela popular de percusión que nació en 1995 en El Palomar. ¿Contra qué se rebelan? “Contra el pudrimiento de la sociedad; a través de la música, que sirve de salvación ante una sociedad que a veces se olvida de sus raíces”, sostiene Daniel, aunque precavido y analítico aclara: “Hace un par de años parece que la cosa está cambiando”. Y ahí es donde se entusiasma con la decisión de valorar nuevamente los feriados de carnaval para que de a poco “se vaya afianzando la cultura popular”, esa que surge desde las entrañas del barrio.
Al contrario de lo que podría suponerse, el músico que gestó el ritmo pegadizo de la canción ‘Verano del 92’ de Los Piojos no tiene una infancia ligada a la percusión. Explica que a partir de 1991 comenzó a viajar por Latinoamérica y descubrir los ritmos característicos de cada zona. Por lo que, a partir de esas idas y venidas, se convirtió en “un visionario de los tambores”, como lo define su hermana Graciela en un mimo fraternal. “Aprender y ser un disparador para muchos” fue lo que lo llevó a iniciar La Chilinga, en donde se dedica al estudio, investigación y ejecución de los ritmos afroamericanos como por ejemplo el candombe, la samba y la murga. Define a la escuela como “un club artístico, donde los espectáculos que brindamos son los partidos; vamos en el micro como cuando yo iba a jugar a la pelota de pibe”.
Hace 16 años, lo que hoy es una escuela, “empezó como un divertimento y, poco después, tomó un camino de realidades que hasta el día de hoy nunca paró”, precisa el músico. En la actualidad, poseen seis sedes (en Martín Coronado, Florencio Varela, Saavedra, El Palomar, Lomas de Zamora y Capital Federal) en donde se “fomenta y genera la participación activa y comprometida no sólo de los alumnos, sino de las diferentes comunidades”, cuentan al unísono los hermanos Buira. Pero aclaran: “Acá nadie viene sin saber de qué se trata. El que entra sabe con qué se va a encontrar. Es muy raro que entre un sapo de otro pozo”.
Al haber tenido la oportunidad de conocer los diferentes ritmos latinos, cuando se le consulta acerca de los carnavales en el territorio argentino su cara cambia. Pareciera que el tema deja de tener un repiqueteo de tambores y pasa a un silencio mordaz. “El carnaval en la Argentina tiene más de 150 años de historia. Lástima que hoy el único lugar que la gente relaciona la palabra ‘carnaval’ sea Gualeguaychú. ‘El carnaval del país’ se vanaglorian sus realizadores, cuando sólo es una burda imitación del de Río de Janeiro. El país tiene cientos de lugares dignos del carnaval, pero con ese lema le faltás el respeto a Tilcara por ejemplo”, dispara con la efusividad que lo caracteriza al hablar de la música popular.
Pero no termina ahí la crítica. Toma aire y continúa: “Es el único carnaval no democrático. La comparsa del barrio no puede entrar. Sólo son un grupo de personas con plata. Y esto lo digo porque conocí a las murgas autóctonas de Gualeguaychú y a los garcas que manejan el negocio”. Es un tema del que sabe y que lo apasiona, por eso se pone así, cuenta Graciela para explicar la exaltación de su hermano menor y agrega que el carnaval de Gualeguaychú “nació con la dictadura a principios de la década del 80. Los mismo viejos que manejan la plata hoy, son los que estaban hace 30 años”.
Una vez que Daniel toma aire y un vaso de gaseosa, su hermana lo reintegra en la conversación con una actitud cariñosa: “Contá lo que te dijeron cuando te reuniste con los empresarios”. Hace unos siete años, el músico visitó Gualeguaychú para conocer al “verdadero carnaval”, como él lo llama. Quería estar cara a cara con las comparsas del barrio, con los que no tienen lugar en la fiesta difundida anualmente como “del país”. Allí, tuvo una reunión con un grupo de empresarios a quienes les propuso la realización de un disco para mostrarle al público que había algo más que plumas y carrozas costosas. La respuesta de “los de traje y corbata” fue contundente: “Podría llegar a ser. La tapa tiene que ser un culo, sino no vende”. Discusiones de por medio, nuevas calenturas de Daniel y, sobre todo, la desidia del empresariado dieron por terminado el proyecto. “Uno de los tipos después me dijo a solas: ‘Yo te entiendo. A vos te interesa lo social, lo cultural. Pero acá eso no tiene cabida’”.
¿Será el resto de Latinoamérica así? ¿Estará la tradición de antaño (valga la redundancia) enquistada por el capitalismo? “En el resto del continente no se da esto. Los carnavales son en la calle, gratuitos, dirigidos por el Ministerio de Cultura. Acá son privados. Desafortunadamente, en Argentina si pintás bien un cuadro ya podés ser ministro. Ese es el mayor error. Si ponés organizaciones como La Chilinga, Agarrate Catalina a dirigir (los Ministerios de) Cultura les pasás por encima al resto del mundo”, explica en otro arranque de voracidad.
De fondo comienzan a escucharse algunos tambores. Los alumnos de La Chilinga están ensayando para los espectáculos que brindarán durante todo el año. Entonces Daniel se disculpa y como en una típica escena de El Flautista de Hamelin se dirige directo hacia el patio a observar y deleitarse con “los chilingos”.
Tras la salida del músico, Graciela comienza a detallar la esencia de la escuela: “Funciona como una cooperativa, por más que en los papeles hayamos tenido que definirla como una asociación sin fines de lucro. Nadie vive de La Chilinga. Acá el que llega busca contención. Vienen y encuentran la parte de creatividad que tienen adentro pero que nunca saben que poseen. Llegan y se hacen amigos de todas las edades, todas las clases sociales, todas las profesiones.”
Ella no tiene el carácter de su hermano. Habla con una serenidad que contrasta demasiado con el sonido que proviene del repiqueteo los tambores. Sin embargo, esa calma no es indicio de debilidad. “Permanentemente hay que luchar contra las gestiones de los gobiernos. Y casi nunca ganás. Te dan un granito de arena y listo. Las veces que lográs algo, un avance, cambian los políticos y te tiran todo abajo. Por eso nunca nos casamos con ninguna bandera política. Pero jamás bajamos los brazos”, aclara. “Apuntamos al laburo cultural groso, a levantar las raíces. El proyecto que inició Dani es claro y la esencia se mantiene. Sabemos a dónde vamos”, puntualiza Graciela, antes de escuchar el chirrido de la puerta y ver reingresar a su hermano.
Pero eso no la detiene y sigue en la mención de las actividades sociales de La Chilinga: “Tratamos de hacer un doble laburo, tanto desde lo cultural como desde lo social. Rescatar las raíces y rescatar a las personas. Hemos ido a dar talleres a cárceles durante un tiempo y, una vez finalizado el taller por temas ajenos a nuestros deseos, los reclusos nos llamaban por teléfono preguntándonos cuándo íbamos a volver. Esas cosas te llenan el espíritu”.
Se dice que la música amansa a las fieras. Pero para Graciela, también brinda contención. Comenta que La Chilinga “le da un lugar al pibe de la calle, lo ayuda a reinsertase. Nuestro granito de arena está ahí, en llamarle la atención y que cambie la mente. Hemos tenido casos de chicos que entraron sin muchas ganas y terminaron siendo profesores”. Y repite las palabras de su hermano: “El que se acerca lo hace por iniciativa propia”.
El sonido de los tambores desaparece por un instante y es reemplazado por un leve traqueteo. Sin embargo, Daniel no se percata de ello y se reinserta en el diálogo explicando que “la música le aporta a los alumnos comunicación, proyectos en conjunto, una visión de futuro, de pensar en un mañana. Es jodido hacer eso, es bastante complicado”. Según él, quien lleva unos cuantos años en el ámbito de la percusión, no sólo es complicado a nivel grupal, sino también a nivel de persona. “El primer objetivo es que se cuelguen un tambor. Te pasa algo especial, un latido como de corazón. Se mueven cosas. Los tambores son sinónimo de emociones, de recuerdos. Yo no creo que el tambor sea símbolo de alegría, como mucha gente piensa”, detalla el músico hablando del amor que todavía lo cautiva.
El valor de la música popular se basa en que es “símbolo de crítica social, ya que por medio de las letras de las canciones se habla de la crudeza de la vida. En la época de Menem, las murgas le daban con un palo al gobierno”, afirma Daniel. “Las murgas porteñas la pelean permanentemente. Les bajan presupuestos, los cagan, no les pagan. Así están bajando algo que es tradicional, identificado con la familia, con los nenes divirtiéndose, la espuma, la música, el baile. Así se despolitiza a la sociedad –continúa-. Nos sacan las raíces, nos hacen menos latinos, menos calientes. Te hacen perder parte de tu historia. Recién venía escuchando Radio Nacional y le preguntaban a un oyente cómo estaba pasando el Carnaval de Corrientes, y el tipo decía: ‘Espectacular. Mañana viene el Chaqueño Palavecino’. Ahí te das cuenta del concepto que tiene la gente de carnaval.”
Para cambiar el rumbo, lo principal es la juventud. Los primeros años de La Chilinga fueron tiempos jóvenes. No sólo por el nacimiento de la escuela, sino también por la edad de los alumnos que ingresaban. Pero con los primeros espectáculos que brindaron, la situación cambió porque “cuando la gente se acercaba a la plaza y veía que el que tocaba era el vecino decían ‘Yo quiero’”. Ahí es donde admite sus miedos más allá de su experiencia: “A mí me pone más nervioso tocar en una esquina que en un escenario ante 50 mil personas. En el escenario ni ves a la gente, los tenés a 15 o 20 metros. En cambio, en el barrio estás en el cordón, cara a cara con el vecino”.
Afuera ya terminó todo sonido relacionado a los tambores, y sólo se oyen los grillos y cada tanto algún ladrido de perro. Daniel cierra la conversación con un lamento: “En otros países, proyectos como La Chilinga tienen muchísimo apoyo. En Brasil el Estado banca a Olodum. Acá estamos lejísimos de eso. No hay que apurarse, pero estamos muy lejos. Antes que nada habría que sacar el lema ‘Carnaval del país’”. Entre risas y saludos cuenta: “Yo desde acá hago lo posible. Les prohibí a los profesores y a los alumnos ir al carnaval de Gualeguaychú”.
Fuente: Agencia NAN
(Por Pablo Tallón).- La rebelión es, según la convención lingüística, un poco más, un poco menos, la acción y el efecto de oponer resistencia. Tal vez, eso es lo que estén haciendo, inconscientemente, los hermanos Graciela y Daniel Buira junto a La Chilinga, la escuela popular de percusión que nació en 1995 en El Palomar. ¿Contra qué se rebelan? “Contra el pudrimiento de la sociedad; a través de la música, que sirve de salvación ante una sociedad que a veces se olvida de sus raíces”, sostiene Daniel, aunque precavido y analítico aclara: “Hace un par de años parece que la cosa está cambiando”. Y ahí es donde se entusiasma con la decisión de valorar nuevamente los feriados de carnaval para que de a poco “se vaya afianzando la cultura popular”, esa que surge desde las entrañas del barrio.
Al contrario de lo que podría suponerse, el músico que gestó el ritmo pegadizo de la canción ‘Verano del 92’ de Los Piojos no tiene una infancia ligada a la percusión. Explica que a partir de 1991 comenzó a viajar por Latinoamérica y descubrir los ritmos característicos de cada zona. Por lo que, a partir de esas idas y venidas, se convirtió en “un visionario de los tambores”, como lo define su hermana Graciela en un mimo fraternal. “Aprender y ser un disparador para muchos” fue lo que lo llevó a iniciar La Chilinga, en donde se dedica al estudio, investigación y ejecución de los ritmos afroamericanos como por ejemplo el candombe, la samba y la murga. Define a la escuela como “un club artístico, donde los espectáculos que brindamos son los partidos; vamos en el micro como cuando yo iba a jugar a la pelota de pibe”.
Hace 16 años, lo que hoy es una escuela, “empezó como un divertimento y, poco después, tomó un camino de realidades que hasta el día de hoy nunca paró”, precisa el músico. En la actualidad, poseen seis sedes (en Martín Coronado, Florencio Varela, Saavedra, El Palomar, Lomas de Zamora y Capital Federal) en donde se “fomenta y genera la participación activa y comprometida no sólo de los alumnos, sino de las diferentes comunidades”, cuentan al unísono los hermanos Buira. Pero aclaran: “Acá nadie viene sin saber de qué se trata. El que entra sabe con qué se va a encontrar. Es muy raro que entre un sapo de otro pozo”.
Al haber tenido la oportunidad de conocer los diferentes ritmos latinos, cuando se le consulta acerca de los carnavales en el territorio argentino su cara cambia. Pareciera que el tema deja de tener un repiqueteo de tambores y pasa a un silencio mordaz. “El carnaval en la Argentina tiene más de 150 años de historia. Lástima que hoy el único lugar que la gente relaciona la palabra ‘carnaval’ sea Gualeguaychú. ‘El carnaval del país’ se vanaglorian sus realizadores, cuando sólo es una burda imitación del de Río de Janeiro. El país tiene cientos de lugares dignos del carnaval, pero con ese lema le faltás el respeto a Tilcara por ejemplo”, dispara con la efusividad que lo caracteriza al hablar de la música popular.
Pero no termina ahí la crítica. Toma aire y continúa: “Es el único carnaval no democrático. La comparsa del barrio no puede entrar. Sólo son un grupo de personas con plata. Y esto lo digo porque conocí a las murgas autóctonas de Gualeguaychú y a los garcas que manejan el negocio”. Es un tema del que sabe y que lo apasiona, por eso se pone así, cuenta Graciela para explicar la exaltación de su hermano menor y agrega que el carnaval de Gualeguaychú “nació con la dictadura a principios de la década del 80. Los mismo viejos que manejan la plata hoy, son los que estaban hace 30 años”.
Una vez que Daniel toma aire y un vaso de gaseosa, su hermana lo reintegra en la conversación con una actitud cariñosa: “Contá lo que te dijeron cuando te reuniste con los empresarios”. Hace unos siete años, el músico visitó Gualeguaychú para conocer al “verdadero carnaval”, como él lo llama. Quería estar cara a cara con las comparsas del barrio, con los que no tienen lugar en la fiesta difundida anualmente como “del país”. Allí, tuvo una reunión con un grupo de empresarios a quienes les propuso la realización de un disco para mostrarle al público que había algo más que plumas y carrozas costosas. La respuesta de “los de traje y corbata” fue contundente: “Podría llegar a ser. La tapa tiene que ser un culo, sino no vende”. Discusiones de por medio, nuevas calenturas de Daniel y, sobre todo, la desidia del empresariado dieron por terminado el proyecto. “Uno de los tipos después me dijo a solas: ‘Yo te entiendo. A vos te interesa lo social, lo cultural. Pero acá eso no tiene cabida’”.
¿Será el resto de Latinoamérica así? ¿Estará la tradición de antaño (valga la redundancia) enquistada por el capitalismo? “En el resto del continente no se da esto. Los carnavales son en la calle, gratuitos, dirigidos por el Ministerio de Cultura. Acá son privados. Desafortunadamente, en Argentina si pintás bien un cuadro ya podés ser ministro. Ese es el mayor error. Si ponés organizaciones como La Chilinga, Agarrate Catalina a dirigir (los Ministerios de) Cultura les pasás por encima al resto del mundo”, explica en otro arranque de voracidad.
De fondo comienzan a escucharse algunos tambores. Los alumnos de La Chilinga están ensayando para los espectáculos que brindarán durante todo el año. Entonces Daniel se disculpa y como en una típica escena de El Flautista de Hamelin se dirige directo hacia el patio a observar y deleitarse con “los chilingos”.
Tras la salida del músico, Graciela comienza a detallar la esencia de la escuela: “Funciona como una cooperativa, por más que en los papeles hayamos tenido que definirla como una asociación sin fines de lucro. Nadie vive de La Chilinga. Acá el que llega busca contención. Vienen y encuentran la parte de creatividad que tienen adentro pero que nunca saben que poseen. Llegan y se hacen amigos de todas las edades, todas las clases sociales, todas las profesiones.”
Ella no tiene el carácter de su hermano. Habla con una serenidad que contrasta demasiado con el sonido que proviene del repiqueteo los tambores. Sin embargo, esa calma no es indicio de debilidad. “Permanentemente hay que luchar contra las gestiones de los gobiernos. Y casi nunca ganás. Te dan un granito de arena y listo. Las veces que lográs algo, un avance, cambian los políticos y te tiran todo abajo. Por eso nunca nos casamos con ninguna bandera política. Pero jamás bajamos los brazos”, aclara. “Apuntamos al laburo cultural groso, a levantar las raíces. El proyecto que inició Dani es claro y la esencia se mantiene. Sabemos a dónde vamos”, puntualiza Graciela, antes de escuchar el chirrido de la puerta y ver reingresar a su hermano.
Pero eso no la detiene y sigue en la mención de las actividades sociales de La Chilinga: “Tratamos de hacer un doble laburo, tanto desde lo cultural como desde lo social. Rescatar las raíces y rescatar a las personas. Hemos ido a dar talleres a cárceles durante un tiempo y, una vez finalizado el taller por temas ajenos a nuestros deseos, los reclusos nos llamaban por teléfono preguntándonos cuándo íbamos a volver. Esas cosas te llenan el espíritu”.
Se dice que la música amansa a las fieras. Pero para Graciela, también brinda contención. Comenta que La Chilinga “le da un lugar al pibe de la calle, lo ayuda a reinsertase. Nuestro granito de arena está ahí, en llamarle la atención y que cambie la mente. Hemos tenido casos de chicos que entraron sin muchas ganas y terminaron siendo profesores”. Y repite las palabras de su hermano: “El que se acerca lo hace por iniciativa propia”.
El sonido de los tambores desaparece por un instante y es reemplazado por un leve traqueteo. Sin embargo, Daniel no se percata de ello y se reinserta en el diálogo explicando que “la música le aporta a los alumnos comunicación, proyectos en conjunto, una visión de futuro, de pensar en un mañana. Es jodido hacer eso, es bastante complicado”. Según él, quien lleva unos cuantos años en el ámbito de la percusión, no sólo es complicado a nivel grupal, sino también a nivel de persona. “El primer objetivo es que se cuelguen un tambor. Te pasa algo especial, un latido como de corazón. Se mueven cosas. Los tambores son sinónimo de emociones, de recuerdos. Yo no creo que el tambor sea símbolo de alegría, como mucha gente piensa”, detalla el músico hablando del amor que todavía lo cautiva.
El valor de la música popular se basa en que es “símbolo de crítica social, ya que por medio de las letras de las canciones se habla de la crudeza de la vida. En la época de Menem, las murgas le daban con un palo al gobierno”, afirma Daniel. “Las murgas porteñas la pelean permanentemente. Les bajan presupuestos, los cagan, no les pagan. Así están bajando algo que es tradicional, identificado con la familia, con los nenes divirtiéndose, la espuma, la música, el baile. Así se despolitiza a la sociedad –continúa-. Nos sacan las raíces, nos hacen menos latinos, menos calientes. Te hacen perder parte de tu historia. Recién venía escuchando Radio Nacional y le preguntaban a un oyente cómo estaba pasando el Carnaval de Corrientes, y el tipo decía: ‘Espectacular. Mañana viene el Chaqueño Palavecino’. Ahí te das cuenta del concepto que tiene la gente de carnaval.”
Para cambiar el rumbo, lo principal es la juventud. Los primeros años de La Chilinga fueron tiempos jóvenes. No sólo por el nacimiento de la escuela, sino también por la edad de los alumnos que ingresaban. Pero con los primeros espectáculos que brindaron, la situación cambió porque “cuando la gente se acercaba a la plaza y veía que el que tocaba era el vecino decían ‘Yo quiero’”. Ahí es donde admite sus miedos más allá de su experiencia: “A mí me pone más nervioso tocar en una esquina que en un escenario ante 50 mil personas. En el escenario ni ves a la gente, los tenés a 15 o 20 metros. En cambio, en el barrio estás en el cordón, cara a cara con el vecino”.
Afuera ya terminó todo sonido relacionado a los tambores, y sólo se oyen los grillos y cada tanto algún ladrido de perro. Daniel cierra la conversación con un lamento: “En otros países, proyectos como La Chilinga tienen muchísimo apoyo. En Brasil el Estado banca a Olodum. Acá estamos lejísimos de eso. No hay que apurarse, pero estamos muy lejos. Antes que nada habría que sacar el lema ‘Carnaval del país’”. Entre risas y saludos cuenta: “Yo desde acá hago lo posible. Les prohibí a los profesores y a los alumnos ir al carnaval de Gualeguaychú”.
Fuente: Agencia NAN