3.12.11

LAS HUELLAS DE LA DOCENCIA EN UN LIBRO ESCRITO POR MAESTRAS SANTAFESINAS

“Huellas, trazos y trazas para pensar con otros” es un libro con textos de 54 docentes santafesinas que entre 2009 y 2010 se reunieron periódicamente junto a la educadora e investigadora Graciela Frigerio, para escribir sobre las huellas que dejó el oficio de ser maestras. La publicación fue editada por Homo Sapiens y presentada por el Ministerio de Educación de Santa Fe.

La educadora e investigadora Graciela Frigerio se pregunta en el prólogo del libro: “¿Por qué haber invitado a escribir? ¿Por qué aceptar teniendo como telón de fondo principios, ideas, propósitos sin atender en demasía al hecho de cumplir con el formato de un género literario? Quizás, sencillamente, porque entendimos que toda escritura es un esfuerzo para que los olvidos no desalojen algunos recuerdos, para que queden trazas de lo hecho, lo reflexionado, lo que conmovió y dio a pensar, y, como lo señala Pontalis, ‘para que la traza no quede muda había que hacerlo con otros’”.

El libro, que se puede encontrar en el portal del Ministerio en Internet, tiene 187 páginas y cuenta con seis capítulos que narran el tránsito de los autores por el magisterio, sus experiencias, recuerdos y reflexiones.

A continuación, Neuronas Atentas reproduce algunos fragmentos de los textos incluidos en la publicación:

“Año 1979. Me desempeñaba como maestra de primer grado en una escuela urbano-marginal de Rosario, situada frente a una villa. Luego de ‘motivar’ a mis alumnos con un relato, que dramatizaron, siguiendo el proceso de la oración generadora (como se enseñaba a leer y escribir en esa época), surge ‘Mi mamá me ama’, y un alumno me dice en voz alta ‘a mí me caga a palos’ y se echa a llorar. Mientras mis estructuras interiores se movían en todas las direcciones, llevo al patio a mi alumno, que llora sin cesar, para lavarle la cara; nos acompaña el resto de la clase. (…)” (Alerta roja: “Mi mamá me ama” de María Teresa Salmerón)


“(…) Me convocaron a cubrir un reemplazo por los últimos dos meses escolares en un tercer grado que, desde el primer día, me habían advertido que era un grupo ‘muy difícil’, porque eran chicos con problemas de conducta. Mis colegas y superiores me ofrecieron todo el apoyo y me dijeron que la maestra titular había pedido licencia por estrés. … Algo había que hacer con estos niños, no podían quedar a la deriva durante toda la primaria.
Un cambio tendría que suceder con ellos. Entonces, les pedí el cuaderno y les propuse,
- ¿Qué les parece, si empezamos de nuevo?, ¿qué les parece si empezamos con un cuadernito nuevo?
- ¡Sí!, yo quiero un cuaderno nuevo ‘pero que sea de tapa dura’ me dijo uno de ellos; y su compañero quiso lo mismo.
Al día siguiente se los traje. Y sucedió algo inimaginable. Comenzamos a trabajar con actividades especiales de alfabetización, reconocimiento de letras, trabajo con materiales didácticos. Ellos daban sus primeros pasos en el aprendizaje. Comencé a ver un cambio en ellos que se reflejaba en sus cuadernos de tapa dura. (…)” (Cuaderno de tapa dura de Marisa Montinori).


“(…) -¿Se acuerda de mí? -me dijo un día y afirmó -seguro que sí porque me portaba muy mal.
-Por supuesto -le contesté y le aseguré -no me acuerdo que te hayas portado tan mal, sino de lo bien que dibujabas.
Estaba cambiado, mucho más grande, su cutis quemado de las tantas horas de sol y sus manos cutidas por el día a día. Entonces le pregunté si había terminado la escuela. Con una vergüenza infinita me respondió que no. Hizo un silencio y se justificó diciendo que la escuela no le ofrecía lo que él necesitaba, a pesar de saber que hay cosas que la institución debe enseñar.
En ese momento comprendí que huellas tan profundas podemos dejar como docentes y surgieron los siguientes interrogantes: ¿qué enseñamos, para qué enseñamos y a quiénes?, ¿entendemos que la uniformidad de enseñar a todos por igual choca con la realidad?, ¿tenemos en cuenta que los niños son seres únicos e irrepetibles y por lo tanto sus intereses son diversos?, ¿aceptamos o descalificamos el saber popular, las tradiciones?, ¿enseñamos solamente los saberes aceptados por la institución o nos animamos a más?, ¿homogeneizamos, suprimimos las particularidades?, ¿reflexionamos sobre el tipo de autoridad que imponemos?, ¿el diálogo y la voz tienen lugar?, ¿por qué elijen algunos niños la escuela de la calle?, ¿por qué nos empeñamos en que la familia esté presente de la manera en que lo deseamos?, ¿somos conscientes de que la escuela es para muchos chicos su único apoyo y lugar de contención?
Luego de reflexionar comprendimos que no podemos marginar a los niños y se debe entender que sus ejemplos más cercanos son los que viven a diario con su familia: son sus modelos y sus ídolos y que la educación escolar depende exclusivamente del docente. (…)” (Nunca es tarde para darnos cuenta de María Isabel Molteni y Graciela Laborde).


“Una tarde de abril, mi compañera del otro primer grado se apoyó en la puerta del aula y me dijo con voz entrecortada
-Me voy, renuncio al cargo.
-¡No! -respondí.
-¡No puedo con Juan! -adujo ella.
Traté de calmarla y convencerla, que me haría cargo de él. Así fue, traje a Juan al salón y lo presenté al grupo.
Juan era un niño flacucho, desaliñado, tenía nueve años y hacía tres que cursaba 1º grado, había pasado por distintos grupos y docentes. Era huérfano de madre, con marcada carencia afectiva, convivía con un padre alcohólico y violento, y dos hermanos mayores, en condiciones muy precarias, en una casilla de madera al costado de las vías del ferrocarril, a pocas cuadras de la escuela, donde la mayoría de los niños que allí concurrían eran de clase media.
Él era un alumno muy inquieto e indisciplinado quería llamar la atención todo el tiempo. A lo largo de su corta vida había sorteado todo tipo de riesgos y adversidades. Tenía muchas limitaciones y dificultades en el aprendizaje, especialmente en lengua no lograba leer ni escribir.
Sí resolvía rápidamente cálculos orales y manejaba hábilmente el dinero.
Después de observar su conducta diaria, vi que masticaba chicle. Me ofrecí a leerle todos los días los chistes y horóscopo del envoltorio de su golosina favorita. Él aceptó silenciosamente.
Día tras día guardábamos los papeles en una bolsa en el armario del salón.
Un día me sorprendí al ver la bolsita casi llena y él sonriendo me dijo ¿Querés que lea yo el horóscopo? Fue inmensa mi alegría, por conseguir un ‘algo’ de autonomía y libertad en este mundo que le tocó vivir.” (¡Juan se alfabetizó! de María Emilia Hernández).


“(…) Hace ya unos años, cuando era maestra de un grupo de niños y niñas de cinco años, los profesores de educación física organizaron un campamento. Uno de los niños era ciego (era la primera noche que dormiría fuera de su casa).
Tomado de mi mano recorrió todo el lugar, todos los espacios y luego quiso andar solito (lo miraba de una distancia prudencial). A la noche, antes del fogón, cada uno construyó ‘un mirador’ y salimos en la oscuridad del campo a ‘buscar estrellas’. Lo llevaba de la mano.
- ¡Mirá! ¡mirá aquella estrella!, ¡la más grande!, ¡las que están juntitas!, ¡cómo brillan! –todos decían.
- ¿Cómo son las estrellas, seño? -él me preguntó.
No pude contestar, la respuesta se anudó en la garganta, lo tomé en mis brazos y con ese abrazo fuerte y en silencio, regresamos a las carpas. Allí, lo vi disfrutar con sus compañeros.
Es posible que no le haya preocupado no ver las estrellas, tal vez las pensó como un abrazo, una caricia. (…)” (Abrazos de estrellas de Susana González).


“Cuando un niño o una niña no puede apropiarse de la palabra, un río detiene su canto.
Cuando un niño o una niña no puede fabricar un horizonte simbólico, un río seca su cauce.
Cuando no nos interpela su hambre, su soledad, su recorrido por las cárceles visitando familiares, la expropiación de sus derechos, estamos sembrando desiertos en el mundo.
Imaginar un recorrido alfabetizador nos obliga a movernos del pensamiento hegemónico y detener nuestra memoria en los cimientos, principios, orígenes, en que los ríos transitan territorios abruptos, variados, irregulares, hasta trazar sus propios cauces.
Nuestros alumnos, provenientes de los asentamientos La Bajada, Tablada, y zona circundante ubicada en la zona sur de Rosario, padecen las consecuencias de la exclusión laboral, económica y social de sus familias como tantos otros niños de nuestro país, debido a las políticas aplicadas en las últimas décadas. (…)” (Sobre ríos, barcos y horizontes de Liliana Espinosa y Liliana Vives).