10.9.11

CUMBIA

El Campito es la organización que llevó el rugby a los chicos de la Villa 31 de la Ciudad de Buenos Aires. Ahora ya tiene 60 jugadores. El proyecto empezó en 2001 con un merendero y después vino todo el resto. Como el juego, el deporte y los consultorios gratuitos con gente de la Facultad de Medicina de la UBA que atiende tres veces por semana. Una historia recorrida por el portal El otro lado del rugby.

Salís del hall de la terminal de la ex línea Mitre y delante de vos aparecen la Torre de los Ingleses y el Hotel Sheraton en segundo plano. A la derecha ves la punta de la Plaza San Martín. Girás a la izquierda y te mezclás con las filas de personas que salen de la boca del subte, de las terminales de otros ramales, de las paradas de colectivos, de los bares, de la calle Padre Carlos Mugica, de la estación de ómnibus, de los taxis. Pasás las veredas angostas, con africanos que venden anillos, queserías, pilas de joggings, quioscos, sillas de plástico, olor a milanesas. Bordeás un supermercado, un estacionamiento, una estación de servicio y de a poco se instala el silencio. Caminás por la Avenida Ramón Castillo, casi sin movimiento, con los containers del puerto a tu derecha y a tu izquierda. Cuadras y cuadras se suceden, llegás a una esquina con semáforo, mirás la parrillita improvisada que vende choripanes, un edificio enorme que parece abandonado y una callecita que nace ahí. Te metés por ella, pasás al costado de un comedor y estás adentro de la Villa 31. Lo primero que observás es una pelota de rugby que pica en un potrero y 20 personas alrededor de ella.

En el corazón de este barrio de la ciudad, instalado entre las aguas del Río de la Plata y las vías de los ferrocarriles, desde agosto de 2008 existe un equipo que juega con esa pelota ovalada que parece que tuviera un conejo adentro. “Un amigo empezó a jugar y me llevó. Después se fue haciendo una cadena de palabras y empezó a venir más gente. Nunca había jugado, pero me gustaba, es un deporte duro”, te cuenta Juan Manuel Toconas,  conocido como “Cumbia”.

“Trabajo en negro, haciendo carga y descarga en un depósito. No tengo días fijos de laburo, me llaman cuando hay trabajo. Vienen unos containers de China y nosotros vamos bajando todas las cajas a mano”, explica “Cumbia”, que tiene 23 años y está terminando el colegio.

El Campito es la organización que desarrolló el proyecto de llevar el rugby a los chicos de la zona. Julián Wald, referente de la institución, habla de los inicios: “empezamos en el 2001 con un merendero, cuatro veces por semana, sin sede fija. Servíamos la merienda en una canchita, o en la casa de algún vecino, si llovía”. Al mismo tiempo, organizaron grupos para chicos, en los que enseñaban manejo de huertas, habilidades manuales, reciclados y otro tipo de herramientas laborales. Luego llegó el turno de la salud.

“El tema sanitario empezó por gente de la Facultad de Medicina de la UBA, que trajo la propuesta de hacer charlas de prevención de salud y formar promotores. Pero la demanda era por atención, así que a mediados de 2008, empezamos con consultorios gratuitos”, explica Wald. En la actualidad, martes, viernes y sábado atienden en la sede de la entidad dos psicólogos, tres médicos clínicos y una pediatra.

Los pasos previos

Cuando llegaron los médicos a El Campito, uno de ellos, Martín Dotras propuso promover el rugby en el barrio. Un día llevó la pelota ovalada y empezó, junto a un grupo de amigos, a hacer un entrenamiento. “Éramos 6 personas, en una canchita. Al rato, éramos 10….la gente preguntaba qué estábamos haciendo…muchos conocían el rugby por televisión”, recuerda Joaquín Dotras, hermano de Martín y uno de los “profes” que enseñan el deporte a los más chiquitos, mientras mirás el entrenamiento, sentado en un poste de madera acostado, que hace de banco de suplentes.

“En el segundo entrenamiento, un chico se nos acerca y nos dice: ‘¿Esto va a ser en serio? Porque si va a ser en serio, se te llena de pibes’”, dice Dotras, y agrega que ahora, en total, El Campito tiene 60 jugadores de rugby,  entre nenes y adultos. Ver a esos tipos jugando con esa pelota tan rara fue lo que le llamó la atención a Pablo Ramos, que hace dos años que vive en la 31 y trabaja de repositor. “Después de trabajar los veía a los pibes con las pelotas y un día le pregunté a un conocido y me comentó. Me pareció muy interesante ya que yo ya había jugado un poco en el secundario y me integré sin ninguna duda”, te dice Pablo.

Un grupo de rugbiers del Club Champagnat, al que pertenecen los Dotras, son los encargados de enseñarles los secretos de este deporte. Uno de ellos, Máximo Bianchi, dirige los entrenamientos del plantel superior, en el terreno del Club Cancha 9, que les presta el terreno, salpicado apenas de pasto.

Wald explica la inclusión del rugby en la villa: “Siempre tuvimos la idea de introducir todos los deportes en el barrio, considerando que todos los deportes tienen algo positivo. Y la gente de acá no tiene acceso a muchos deportes.” Entonces habla “Cumbia”, y dice: “hay buena onda en el equipo, entre los que vivimos acá y los que viven afuera. Esto es una puerta que te abren, empecé a conocer otros códigos, otro ambiente. Es una alegría para mí”.

El año pasado, los chicos tuvieron la posibilidad de irse de gira a Tandil y jugaron con el club Los Cardos. “Para todos nosotros fue una experiencia bárbara”, dice Dotras, y añade: “La gente de Tandil también nos agradeció, y nos dijo que para ellos era haber conocido otra realidad de la villa”.

Espejos deformantes
Porque la 31 tiene mala fama. Y malas imágenes. “Los medios manejan muchos prejuicios e ignorancia. Acá en la villa hay una cultura solidaria muy fuerte, hay comedores por todos lados, a los chicos de una familia los pueden cuidar otros vecinos… ese costado solidario no se muestra”, dice Wald, que vive en la 31 desde hace 10 años. Del mismo modo, explica que “no se conoce del todo el sufrimiento, la marginación, las causas que a veces llevan a los pibes a situaciones de violencia. Los medios no hablan de causas y consecuencias, sino de efectos. Dicen ‘X” salió a robar, pero no cuentan qué pasó con ese pibe durante 15 años”.

Tan real como los comedores que dan comida a quienes más lo necesitan y la solidaridad entre vecinos, es que la villa tiene su cultura de fiestas, música y deportes. Los fines de semana hay campeonatos de fútbol en distintos puntos del barrio, además de que en cada cuadra hay barcitos, quioscos, locutorios, almacenes, carnicerías, capillas…

Pero no hay tendido de gas ni calles pavimentadas. La red de agua, instalada por los propios vecinos, es demasiado precaria y falta presión durante el día, en especial en verano. Hay energía eléctrica, pero, al igual que con el agua, por lo improvisado de la conexión, hay muchos cortes, aunque durante el invierno. En gran parte de la villa tampoco hay cloacas. En cuanto a atención sanitaria, “hay una salita muy chiquita afuera del barrio, pero hay que ir a las 2 de la mañana para conseguir turnos, y no te atienden los fines de semana”, revela Wald. Por otro lado, a algunas partes de la villa no pueden entrar las ambulancias del SAME por lo estrecho de las calles y en esos casos, hay que llevar a pulso a las personas enfermas hasta donde sí pueden entrar los vehículos.

Las palabras y las cosasIlich Maldonado, 26 años, remera y gorra blancas, es otro de los jugadores de rugby de El Campito: “‘Cumbia’ me venía invitando desde hacía tiempo, y el año pasado empecé a jugar. Al principio no entendía el juego, después me dije que tenía que intentar comprenderlo y jugarlo, y aquí estoy”. Ilich hace 9 años que vive en la Villa 31, desde que vino de su ciudad natal, Oruro, en Bolivia.

“Me gustan los valores del rugby. Antes, cuando amigos míos se drogaban, me sentía mal pero no decía nada. Ahora me siento capaz de ir y decirles ‘¿qué estás haciendo? Hay que rescatarse’”, dice Ilich, que es gasista matriculado y estudia Licenciatura en Higiene y Seguridad. A él, fiel a lo que estudia, le interesa mucho la prevención de las lesiones en el deporte. “Hay que preocuparse por el cuate”, afirma,  y nos revela que “cuate”, palabra que significa “compañero”, además de en México, se usa mucho en Bolivia.

En los entrenamientos del equipo, se mezclan los colores. Alguno juega con la camiseta de Champagnat, otros con una remera común, y otro con la de Don Orione, un equipo de fútbol de la ciudad chaqueña de Barranqueras. Hay físicos de todos los tamaños: el robusto que supera largos los 100 kilos, el flaco de estatura media y pelo bien corto, el menudito de melena al viento. Improvisan un partido para cerrar la práctica, aparecen los tackles, los scrums, las caídas al piso, la pelota que pica para cualquier lado, las corridas en busca de apoyar un try. Termina la jornada,  pasado el mediodía.

“Chicos, hay que ayudar en el merendero a servir la merienda, es un ratito nomás, así que vayan diciendo qué días pueden venir”, escuchás a los entrenadores, y, de a poco, comienzan a levantarse las manos. “Pelu”, Alejo, “Cumbia”, ““Junior”, su primo que vino de Chaco y trabaja de canillita, Ilich, “Fiji”, Grover, Pablo el repositor, y otros, toman agua, se abrazan, se secan la transpiración.

Este barrio albergó a familias venidas de provincias, que buscaban alguna salida laboral, hace más de 40 años. A principios de los ’70, el sacerdote Carlos Mugica volvió famosa la villa, gracias a su trabajo social. La dictadura militar desalojó  a muchas familias, pero con los años, el barrio volvió a recibir gente y hoy tiene 30 mil pobladores. Una ley sancionada por la Legislatura porteña aprobó su urbanización. Wald dice: “Somos desconfiados del poder, por nuestra experiencia. Pero que no se urbanice la villa es ilegal, hay determinación entre los vecinos sobre que no se permitirán erradicaciones ni se vulnerarán más los derechos. La ley dice que en un año tiene que estar concretada la urbanización. Veremos qué pasa”. Por lo pronto, El Campito creó una cooperativa de pastelería y otra de construcción, para generar trabajo entre sus integrantes.

Los jugadores de El Campito se desparraman y vuelven a sus hogares. La sede de la entidad está a pleno, con la atención a personas que vienen a consultar a los médicos. Es el momento de partir. Tomás una calle de tierra, saludás a Alejo y lo felicitás por el try que hizo, te despedís de Pablo y su hijo de 4 años que lo acompaña en los entrenamientos, pasás por  comedores y  negocios, te topás con dos hombres que juegan al ajedrez y  otros cuatro al dominó, escuchás los gritos que salen de una cancha de fútbol, atravesás una placita con juegos para chicos, llegás a una feria en donde podés comprar cuadernos, camperas, celulares, comida y libros, mirás un carrito de cartonero que lleva pintado “vehículo vigilado satelitalmente”, cruzás una calle asfaltada,  ves   policías, choferes de colectivos y un micro que sale de la Terminal de Ómnibus y que lleva turistas a la Patagonia…

Fuente: El Otro lado del Rugby